Sergei Eisenstein:
Memorias de Tetlapayac
En el momento en que vi Tetlapayac, supe que era el
lugar que había buscado toda mi vida. Un edificio solitario, hermoso;
inmutable, aun cuando se trasformaba con cada movimiento del sol. Una fortaleza
de paredes rosadas como coral -el espectro de los muros del Kremlín en Moscú antes de ser encalado- y las altas torres de guardia elevadas sobre un
mar de cáctos simétricos, inmóviles, gris-verde -los
magueyes- sus pencas como broncas espadas desnudas. A lo lejos la cima nívea
del Popocatepetl, la pirámide volcánica.
Llegue al anochecer por una senda apenas discernible en la plantación de
maguey. Vi a los peones, los indios obscuros -
descendientes de los Aztecas- que llevan en sus rostros la memoria de su
estirpe guerrera. Iban de regreso a la hacienda para la noche; delante de ellos
los burros cargados con barriles de pulque. Clip-clop,
clip-clop en el primer patio con la bóveda donde se
elabora el pulque, el patio de los indios. Más allá detrás de un arco, el patio
español, menor con la escalera de mármol que conduce al largo claustro
cubierto, muchas salas silenciosas de altos techos, la capilla con el Señor
Santiago.
Cada piedra de Tetlapayac trae pesadumbre. Cada
sombra es significativa. Siglos de congoja y generaciones de poder y placer han
moldeado a Tetlapayac y a su gente. Detrás de los
muros rojos, viven centenares de indios, muchos de sangre mezclada, y un puñado
de españoles pálidos de ojos azules. Una nota pagana cuando resuena el rezo
temprano de los indios al dios Sol; en la capilla hay una la representación del
martirio de Cristo diseñada por obscuras manos indigeas.
Encontré consuelo bajo el sol dorado de Tetlapayac.
Encontré la paz en el patio más pequeño con su jardín oculto, escondido por la
capilla.
Por siglos, generaciones de indios franquearon silenciosamente los patios
para ir a los campos de maguey. Allí, desde el alba hasta el anochecer se
afanan como sacerdotes sacrificantes, atacando las gruesas pencas protectoras
hasta alcanzar el centro de la planta. Cortan el corazón, dejando una cavidad
redonda donde la savia blanca y espesa brota a cuentagotas. Maman esta savia
con calabazas, la vierten en barriles que sus pacientes burros llevan a las
cubas donde fermenta el pulque.
El pulque -blanco como leche, don de los dios, según la leyenda y las
creencias, el más fuerte tóxico, ahoga el duelo, inflama pasiones.
Tetlapayac me pareció especialmente expresivo, tan es
así que me instalé allí, en la hacienda. Y algo importante sucedió. Algo que
nunca me ha sucedido en ninguna otra parte. Fui aceptado como ser humano. Mis
contradicciones no preocupaban a nadie, y no fui censurado, ni estaba fuera de
lugar en la hacienda.
Extractos
de Beyond the Stars, The Memoirs of Sergei Eisenstein, Edited by Richard
Taylor, translated by William Powell, The British Film Institute with Seagull
Books, Calcutta and London, 1995, y de Marie Seton, Sergei Eisenstein, A
biography, The Bodley Head, London, 1952
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